El académico Rodrigo Pincheira dedica esta columna al periodista y ex alumno de la carrera.
Sorpresa. Igual que esa mañana de 1989 cuando me llamaron por teléfono para decirme que debía presentarme en el Diario El Sur. Era domingo y estaba en pijamas en nuestra casita de calle Serrano que el terremoto del 2010 se llevó. Así mismo me llegó la muerte de Gustavo Sáez. Un domingo y por sorpresa.
En aquel entonces me presenté, asumí el despacho de ese día y el siguiente. Gustavo había dado parte de enfermo. Colaborador del suplemento La Gaceta, regularmente iba al viejo caserón de Freire 799 y escribía comentarios de espectáculos que el bueno de Gustavo me publicó sin más. Con la colaboración de los diagramadores Lilia Valenzuela y Sergio Pérez, y el propio enfermo, (me hizo indicaciones por teléfono) sacamos adelante esas páginas.
Un año antes lo conocí en una oficina del diario llamada cariñosamente “El Kremlin”, pues además de Gustavo tenía oficina el querido Guillermo Chandía. Explicaciones sobran. Espacio vintage diríamos ahora en cuyas paredes quedaron estampadas largas conversaciones, entrevistados (conocí a Gonzalo Rojas y Alfonso Alcalde, nada menos), despachos, amistades y otros secretos que aprendimos allí y no en otro lado. Tiempo analógico que como un bucle parece convertirse en eco y quizás se resiste a partir. Un par de años después, me recibió gentil y amistoso, al ser incorporado al diario en un nuevo proyecto. Después llegó la patrulla juvenil con Ximena Cortés, Paulina Pérez, Evelyn Franchesconi y Marcelo Sánchez, ya en plenos años 90.
Una década antes, Gustavo emprendió la tarea de dar cuenta de la escena artístico-cultural de Concepción construyendo un imaginario en el que desde otro lugar pero en el mismo diario, hicieron Pacián Martínez y Ana María Maack. Es posible que con su partida haya comenzado a cerrarse ese tiempo histórico del periodismo penquista, aquel del Concepción cultural iniciado en los años sesenta y sus procesos de mediatización.
Época dorada y nostalgiada como diría Benedetti, con el TUC, el jazz, la docena de cines, tres diarios, radios señeras, librerías, las Escuelas de Verano, los Coros de Arturo Medina y para que seguir. Esos saberes periodísticos incluían asuntos que el tiempo digital se llevó: desde cuadrar un título hasta la famosa regla de picas.
Pero Gustavo nos enseñó otra cosa, otro saber. Aquella humanidad que lo distinguió siempre. También su pasión por el teatro con el Caracol y El Rostro. Y claro, el secreto de su seudónimo: Don Sati. Tipo íntimo, de buen humor y amable. Jugado, fiel, valiente y sin vanidad. Cuando hubo de irse del diario en el 2006, una semana después lo visité. No aceptó una invitación. El y su amada Ximena me recibieron en casa. Yo estaba apenado y el alegre. Entonces me dijo: Estoy feliz porque ahora haré lo más me gusta: el teatro. Esa sentencia la siguió hasta sus últimos días luchando contra los pulmones que le estaban quitando el aire.
Cuando supe la mala noticia lo primero que recordé fueron sus escritorios rodeados de imágenes teatrales. Afiches y fotos con esa poética de los espacios de la que habló Bachelard, con todo lo que tiene de imaginación, juego y poesía. Allí se cobijó y nos cobijó a todos en esa comunidad que parece que existió alguna vez en el Diario El Sur. Lo recordaremos en la sonrisa infantil de ese público alegre en la Sala Andes, en el Aula Magna o en la UCSC y en el sonido cómplice de una máquina de escribir que el tiempo nos quitó para siempre.
Te recordaré querido Gustavo en tu gesto bondadoso y gentil de ir por la vida sin enemigos.
Concepción, 3 de mayo de 2021.